Reencuentros con primeros amores, grandes
horrores.
Ella buscaba eludir las inquebrantables leyes de
cronos: aspiraba a recuperar sus quince años, perdidos entre las sábanas donde
había enterrado en vida tantos sueños imposibles. Esperaba que volver a besar
aquellos labios la harían revivir el carrusel de emociones que desata todo
primer amor: la entrega ciega, la pérdida de la noción del tiempo, tender una
hamaca de ilusión en medio de la nada y convertir el desierto de la rutina en
un oasis salvador.
Él había aprendido que lo mucho o poco que uno dé de
sí mismo no es suficiente para alimentar la llama de un amor que nunca es
recíproco, al menos no en el mismo grado.
Ella había seguido con su vida de mujer irresistible,
con esos labios espectaculares y esa mirada enloquecedora. Su vida había sido
desde siempre complicada, con grandes ausencias familiares y pocos amigos a los
que llamar. Sus peores lágrimas se las había comido ella sola, esnifando
almohadas de domingo y tragando techo en muchos hostales de mala muerte. Pero
los demás no conocían esa faceta suya, no sabían que ella pudiera llorar.
Alguien con tanto éxito no lloraba así.
Él no había tenido más remedio que continuar viviendo,
seguir existiendo y devorar bocanadas de aire cada día, vomitando entre toses y
cogorzas toda la dignidad con que le había preparado a ella un futuro lleno de
alegrías... había avanzado a la pata coja año tras año, desde que se rompió en
mil pedazos su bucólica unión aquella tarde de martes, cuando entre los dos no
sumaban treinta años. Él había logrado sus objetivos profesionales, había
finalizado sus estudios, había conquistado la cima más alta con la edad más
baja: era un triunfador en un mundo de perdedores. Pero el dinero no sacia a un
corazón insobornable, a una memoria que no perdona y a un futuro al que se le
cierran las puertas. Él debía recuperar su fortaleza y contactar con ella. Y
así ocurrió: en aquella cabina telefónica en medio de ninguna parte metió las
monedas y marcó el número prohibido que nunca más sería capaz de olvidar. Los
primeros tonos lo desconcertaron, regalándole la ilusa esperanza de que nadie
cogiera. Pero ella seguía viviendo allí, y era domingo así que aún estaba en
casa.
Ella había respondido ilusionada a aquella llamada
telefónica aquel extraño domingo por la tarde. Un día en el que la sonrisa se
le había escapado para no volver tras la elocuencia del portazo que dio fin a
su última discusión con Juan. Pero él la llamó, por fin, tras tantos años de
cobarde retirada.
Él aunó el valor que no tenía para quedar, y se
vieron, y hablaron mucho, y por supuesto retomaron la que sin duda fue una
conversación tan extemporánea como improductiva, pero eso él aún no lo sabía.
Quizá ella tampoco.
Ella notaba cómo renacían en su interior chispas
olvidadas, que nunca ningún otro había conseguido hacer arder de ese modo. Y
entonces surgió el amor.
Se besaron como hacía tiempo que no besaban, se
entregaron y por una noche permitieron al mundo la libertad de seguir girando
sin ellos, o más bien a pesar de ellos. La cama dejó de serlo y sólo estaban
ellos dos, atrapados a ratos por el vientre y en todo momento por la mirada,
enfermizo cordón umbilical que los hacía necesitarse a la vez que odiarse y
perdonarse por haber desperdiciado tantos años, autoconvenciéndose de tener la
razón en una absurda discusión irremediable.
En los ojos de él, se reflejaba la belleza de una
joven veinteañera que ansiaba no haber pasado nunca de los diecisiete; en los
de ella, una mirada que no veía al otro, sino a sí misma años atrás, joven y
querida. rodeada de amigos y flotando en una extraña nebulosa.
Él, que había regresado a la joven que más daño le
haría en toda su vida, se estaba enamorando nuevamente, pero no ya de un
recuerdo, sino de una nueva persona en quien se sentía a salvo de todo. La
quería como nunca más podría amar a ninguna otra. La necesitaba más de lo que
sospechaba. Estaba dispuesto a darlo todo por ella.
Ella, aunque buena persona y no del todo
malintencionada, no tenía tiempo para sopesar el alcance de estos reencuentros:
ambos seguían quedando juntos, compartían su vida, se amaban, ¿para qué ir más
lejos? Ella estaba a gusto, se sentía revivir, había vencido su batalla al
tiempo. O al menos eso creía. Estaba en su oasis con su novio de la
adolescencia. Lo había logrado. Había encontrado su santo grial. Y todo gracias
a él.
Él, simplemente, la buscaba a ella. Nada más.
Autor: MoMo